Hoy en día todos tenemos la Información al alcance de la mano. Y he puesto "Información" con mayúscula porque me estoy refiriendo, literalmente, a toda la que existe: a todo el acervo cultural existente desde que los seres humanos empezamos a pintar bisontes en las paredes de las cuevas.
Tú mismo, que te estás tomando la molestia de leerme en tu ordenador portátil o tu smartphone, podrías entrar en la web de un buscador, teclear Cuevas de Altamira, Segunda Guerra Mundial o Confección del caucho en Mesopotamia y tener toda la información en lo que se tarda en pronunciar la palabra Hammurabi.
Pero, a pesar de este avance, de vez en cuando me gusta buscar en fuentes más añejas y profundas. Navegar por la Wikipedia está genial, y te puedes pasar los ratos muertos recorriendo la red de enlaces, alejándote cada vez más de tu búsqueda original hasta que un timbrazo del WhatsApp te dice que hay maneras más interesantes de echar la tarde. Sin embargo, las páginas de Internet no te dan la seguridad de una buena enciclopedia firmemente arraigada en las estanterías de una biblioteca.
Para mí, que ya no cumplo los treinta ni los cuarenta, la fuente de información más caudalosa que conozco es la Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa-Calpe; "el Espasa", como solíamos decir dándole un extraño género masculino que, sin embargo, es la forma que parece querer nuestra lengua castellana. Cuando yo era un adolescente no se consultaba la Espasa-Calpe sino "el Espasa", como si estuviéramos hablando de un catedrático anciano, de barbas largas y ceño fruncido.
Consultar el Espasa tenía algo de liturgia. Sus más de setenta tomos negros, anchos hasta lo grotesco, ocupaban dos, tres o cuatro estanterías de la biblioteca. Un auténtico muro negro rodeado de otros congéneres grandes, adornados con letras de oro, que se abrían de Pascuas a Ramos y que tenían terminantemente prohibido abandonar sus puestos de guardia para irse a pernoctar a las casas de los lectores, como hacían sus hermanas las novelas. El Espasa guardaba la posición eternamente, en pie; un muro de apariencia infranqueable que, sin embargo, estaba listo para abrirse sin reparos a todo aquél que encontrase las entradas secretas.
La primera traba era, por supuesto, el índice. Para escoger el libro adecuado no valía con saber que la palabra que buscábamos empezaba por A o por L. Los tomos del Espasa estaban encuadernados por metros o por kilos, cuando la encuadernación ya no soportaba más páginas. Consultar la enciclopedia te obligaba a recitar un mantra, AM-ARCH, COLE-CONST, LEONA-LOMZ, MICH-MOMZ... Había que ir leyendo las inscripciones del lomo, tratando de encajar tu palabra en alguna de ellas. Había uno, el tomo 21, dedicado íntegramente a España en el que debían de aparecer hasta las caras y los motes de todos los aguileños.
Tras dar con el volumen adecuado era cuestión de extraerlo de la estantería en la que llevaba cinco o seis años encajado a presión. Los forros de plástico que había colocado pulcramente un bibliotecario jubilado o muerto décadas atrás se pegaban unos contra otros con terquedad, negándose a aceptar la novedad de la separación.
El Espasa caía sobre la mesa con la contundencia de un atún recién pescado; un atún al que había que destripar forzándolo con ambas manos, sintiendo la suavidad casi transparente de las páginas en papel cebolla. Cada volumen constaba de más de un millar de páginas, cada página tenía dos columnas, cada columna uno o dos centenares de líneas escritas con un cuerpo diminuto...
La última vez que consulté el Espasa-Calpe fue hace un par de días, en una de las bibliotecas próximas a mi casa. La Wikipedia está genial y tiene la comodidad de que se puede consultar en calzoncillos mientras te tomas un café, pero una buena enciclopedia cuenta con el peso –literal– de su autoridad. En el Espasa no podía publicar un artículo cualquiera, como pasa en los blogs. Además, y de manera paradójica, las enciclopedias se están convirtiendo en el último reducto de la originalidad. Cuando yo iba al colegio, los trabajos sacados de la enciclopedia se notaban a la legua porque se veía que habían sido copiados; hoy en día hay tantas webs que se copian las unas a las otras, que para ser original hay que levantarse del sillón, ponerse encima algo de ropa y salir a la calle a buscar libros impresos.
Como iba diciendo, hace un par de días me acerqué a la biblioteca, comparecí en un silencio respetuoso ante aquella muralla de tinta, cogí el tocho adecuado... y me quedé perplejo durante un par de minutos, con la sensación de que algo muy grave estaba pasando. O fallaba el Espasa, o fallaba el abecedario; esto último era más probable que lo primero.
Y es que la voz que estaba buscando era Hitler. Adolf Hitler.
Permanecí unos instantes en silencio hasta que mi pulso recuperó la normalidad. Todo iba bien en el mundo. ¡Pijo, todo habría podido ir de maravilla! Lo que pasaba, sencillamente, es que acababa de hacer un viaje al pasado. El tomo que estaba consultando se había imprimido a mediados de los años veinte. Estaba recorriendo mágicamente un mundo que no conocía a Hitler; un mundo en el que palabras y conceptos como Auschwitz, Treblinka o Gueto de Varsovia no significaban nada todavía.
En los tiempos antiguos, copiar el artículo de una enciclopedia te podía ocupar una buena media hora, a menos que en tu biblioteca hubiera una fotocopiadora. Yo sólo tuve que coger el teléfono y sacarle una foto a aquella página para llevármela conmigo. Sin la biografía de aquel asesino no me servía de nada, pero quise conservar aquella sensación de estar viviendo una utopía. Un mundo en el que a nadie le decía nada el nombre de Hitler; en la que no había una Segunda Guerra Mundial...
Luego volví a acercarme a la enciclopedia, con un rapto de lucidez.
Ya os comenté algunas líneas atrás que el Espasa es una muralla que parece ser infranqueable, pero que se abre de buen grado a todo aquél que sea capaz de leer sus claves. Y yo acababa de dar con la segunda.
Hace años vi por la tele que los trabajadores del Golden Gate, cuando acaban de pintarlo de rojo, vuelven a cruzar la bahía y empiezan a pintarlo por la otra punta, porque se tarda tantísimo tiempo en adecentarlo que cuando la pintura del tramo Norte aún está fresca, la del lado Sur ya se ha empezado a oxidar. Y lo mismo les pasó a quienes editaron el Espasa: que se pusieron a editarlo en 1905 y cuando llegaron al final, en 1930, se dieron cuenta de que entre medias habían pasado muchas cosas que se les habían quedado en el tintero. Por eso editaron los Apéndices, que eran actualizaciones quinquenales, y los Suplementos anuales.
El truco para encontrar una información en el Espasa consiste en leer primero el tomo adecuado, y luego repasar el apéndice por si ha habido alguna modificación desde el último punto final. Algo que no tendría mucho sentido en personajes o etapas antiguas, como Mesopotamia o Felipe II, pero que en el caso de Adolf Hitler me fue de cierta utilidad. En la actualización de 1934, el cabo de Bohemia contaba ya con una veintena de líneas, como una plaga mortal que estuviera mostrando sus primeros síntomas...
Al Espasa la mató su propia solemnidad, su volumen inamovible, como aquellos dinosaurios majestuosos que no fueron capaces de correr y esconderse entre las piedras cuando les cayó el meteorito encima. Llegó un momento en que se convirtió en un reguero de apéndices complementados por suplementos, corregidos por otros apéndices y enlazados todos ellos por índices que, a su vez, tenían que ser ampliados y modificados.
Si se hubiera publicado en cuadernillos de anillas con folios intercalables, y no en tomos monolíticos, sin duda a día de hoy estaría compitiendo con éxito con las webs, blogs y foros de credibilidad no demostrada. Claro que el Espasa tuvo una segunda función no desdeñable: además de informar e ilustrar, fue un símbolo de poder y autoridad. Aun hoy, entrar en el despacho de un notario o en el salón de tu suegro y ver que tiene una pared entera ocupada por el Espasa... te hacen quitarte la gorra mentalmente y ponerte en posición de firmes, a lo que el señor se digne mandar.
Por más que se puedan actualizar al minuto e incluir vídeos y archivos sonoros –algo que los de la Espasa no pudieron ni imaginar–, ninguna web es capaz de competir en rigor con este titán español, esta auténtica obra maestra de la edición, la investigación y la cultura de nuestro país... que además te permite verdaderos viajes al Pasado, cuando ningún monstruo se interponía entre los hititas, inventores de la escritura cuneiforme, y el hito, esa humilde piedra que separa las lindes de los campos.
Leo que la Enciclopedia Espasa-Calpe dejó de actualizarse en el año 2003, dejando atrás setenta y dos tomos, dieciocho apéndices, treinta y ocho suplementos, dos tomos-índices para orientarse en su contenido y tres atlas. Ciento ochenta mil páginas conteniendo doscientos diez millones de palabras.
Claro que no sé hasta qué punto estas cifras serán fiables. Porque todo esto lo he consultado en la Wikipedia, y no en el Espasa-Calpe...
@antoniombeltran