Hace unos cuantos años que me dedico a la corrección profesional de textos, actividad que compagino con el Periodismo y la escritura de ficción y en la que cada vez me encuentro más a gusto. En su día me matriculé en los cursos de un centro de referencia, el Instituto Cálamo & Cran, de Madrid –me debéis una cerveza por la publi si me estáis leyendo– y desde entonces hago correcciones para editoriales, agencias literarias y clientes privados.
Hay un tiempo cada cosa, y cada día trae su propio afán, como creo que dice la Biblia por algún lado. A los veintipocos años yo era una persona nerviosa, más que inquieta. Un huérfano de padre, sin novia y sin dinero, que un buen día dejé por fin los estudios de Derecho y me dediqué a conocer un poco el mundo. En los años sucesivos fui conductor de ambulancias, vendedor de seguros, operador del 112, conductor de camiones en un aeropuerto. Viví en ciudades grandes, Madrid, Barcelona, Valencia... me saqué la carrera de Periodismo aún no sé cómo y me dediqué a la televisión, al Periodismo de sucesos. Adrenalina, testosterona, glamour nivel fumar farias, desayunar con cazalla y cenar con cerveza tras grabar el homicidio, el accidente o el incendio del día. Castellón, Elche, Murcia, Sagunto, Denia, Cullera... me levantaba cada mañana sabiendo que iba a acabar el día visitando un tanatorio o recorriendo el carril aún lleno de restos de una carretera con poca visibilidad.
De todo aquello han pasado unos cuantos años. Una veintena. Entre medias me casé, tuve dos hijos, me separé... y he visto cómo el antiguo mundillo del Periodismo de sucesos cambiaba radicalmente, fruto de las nuevas tecnologías, el intrusismo, los intereses externos –políticos que nombran a tu jefe, empresas que contratan publicidad– y el share.
No es el momento de hablar de ello, pero hoy en día, cuando tú vas con la cámara a grabar el incendio, te encuentras con que una docena de personas ya lo ha grabado con el móvil, lo ha difundido en las redes sociales y se lo ha regalado gratis a las cadenas. De manera que yo no puedo ponerme a servir copas, coger mi coche y usarlo como taxi, curar enfermos, dar clase o levantar un tabique sin tener las licencias necesarias, pero la camarera, el taxista, el enfermero, la profesora y el albañil sí pueden grabar un vídeo, pasárselo a las televisiones y cobrar por ello. Unas perrillas que se llevan, o a lo mejor lo regalan porque a ellos no les hace falta: ellos ya tienen su curro, y que no venga ningún intruso a hacerles la competencia desleal.
Pero sobre este tema habría mucho que decir, empezando porque los periodistas se han convertido, en general, en unos de los trabajadores más dóciles y callados de todo el espectro laboral. Así que no seguiré por este camino –ya habrá ocasión– y volveré al origen de este artículo que me está saliendo más autocomplaciente que analítico, como me temo que me ocurre en tantas ocasiones: llevo unos cuantos años, decía, ejerciendo como corrector de textos profesional, y no veáis lo bien que me lo estoy pasando.
Corregir un texto no es sólo poner tildes y ordenar bien las comas; hay varios niveles de corrección –el ortotipográfico, que es el de las comas; el de estilo, que es para que el texto quede más bonito; incluso hay una corrección de contenidos, por ejemplo si el autor del libro se despista y escribe que los Episodios Nacionales son obra de Pío Baroja.
Todas las correcciones deben regirse por las normas de la Real Academia Española (RAE); que no es la que manda sino la que nos dice cómo hablan los que mandan, que al fin y al cabo somos todos nosotros, a uno y a otro lado del Charco. De modo que, si tenemos dudas, nos vamos al DRAE o a Fundeu, que no nos dejarán mentir.
Hay un segundo escalón en la jerarquía que es el libro de estilo de la institución para la que estás corrigiendo, sea una editorial, un medio de comunicación o un ayuntamiento. Por poner un ejemplo, la RAE me dice que «ayuntamiento» no tiene por qué ir en mayúsculas, pero posiblemente el libro de estilo de cualquier editorial me dirá que sí, que se la ponga, que queda más bonito; y, de paso, que se las ponga también a «libro de estilo», que de esta manera luce más.
Hay un tercer escalón que es el criterio del autor, que es quien decide si escribe «periodo» o «período», si pone «la Calle Mayor» o «la calle Mayor»; aunque el autor también debe regirse por unas reglas internas: si escoges «período», con la tilde, debes romper también el diptongo en «cardíaco», «austríaco» y «maníaco»; si escribes «la Calle Mayor», con las dos iniciales en caja alta, debes hablar de «la Avenida de Europa» y «la Plaza de España»... y, si no conoces las reglas, para eso estamos nosotros, los correctores: para aplicarlas por ti. Con tu permiso.
Son una suma de pijeces que, en definitiva, convierten el libro, o la tesis, o el artículo de prensa, en un producto más agradable para la lectura. La diferencia es sutil pero se acaba notando: mejor montarte en un taxi limpio que lleno de porquería, mejor un cortado en un plato seco que no lleno del café que se les ha desbordado al traértelo. Pequeños detalles que marcan la diferencia entre un servicio chapucero o profesional.
El año pasado se editaron en España cerca de 70.000 títulos; entre ellos, uno mío y de la escritora Cristina Selva, Crudos Sucios Sangrientos. Pero calma, no todo son novelas. Sin duda entre esos títulos hay ensayos, libros técnicos, tesis doctorales, recopilaciones de artículos... pero sí, hay muchas novelas. Algunas de ellas escritas por personas que muestran un grave desconocimiento de ortografía, gramática y sintaxis. A veces te planteas cómo es posible que se anime a escribir un libro alguien capaz de escribir perlas como «secsual», «lo más mucho», «Elvis Preccly» o «ipno nacional», por citar tres que me han venido ahora a la memoria.
En mis primeros tiempos como corrector, enjugascado ;) en algún texto de ésos que no tienen tildes, ni comas, ni puntos y aparte, ni principio ni final, me planteaba qué narices estaba haciendo con mi vida; por qué le estaba echando dos docenas de horas, pagadas a un puñado de céntimos por sílaba, a las incorrecciones de otros, en vez de dedicarlas a escribir mis propios libros o de leer una literatura más interesante. Pero luego, con el paso del tiempo, descubrí la auténtica importancia de un corrector de textos: ayudar a alguien que tiene algo interesante que contar.
En todos los libros, incluso en los peores –en los muy peores, diría alguno de mis manuscritos– hay un par de momentos que enriquecen al lector, que amplían su mente y le hacen soñar. Puede ser una palabra que desconoces, una anécdota simpática o una reflexión. Yo sé colocar más o menos bien las comillas y las tildes; pero no le voy a dar lecciones de vida al jubilado que acaba de completar sus memorias en el ordenador de su hija, a esa ama de casa que ha hecho una recopilación de refranes de su pueblo... ni a ese adolescente que está despertando a un mundo que es tan diferente del que yo descubría en los años de Gabi, Miliki y Fofito.
Las nuevas tecnologías convierten el arte de escribir en algo rápido, cómodo y barato; por eso ahora todo el mundo es escritor. Esta misma frase la he rehecho cinco veces, sin necesidad de gastar folios ni poner típex. Si no conozco un dato, lo busco en San Google. Luego se lo puedo mandar a alguna editorial a través del mail y afrontar los quinientos o seiscientos eurillos que me va a costar hacer cincuenta libros; para qué quiero más si no pretendo ser Corín Tellado o Arturo Pérez-Reverte, sino sólo compartir mis experiencias con los buenos amigos, o hacer que se entretengan con esa buena idea a la que llevaba tantos años dándole vueltas.
Y es ahí donde entramos los correctores. Cogemos esas ideas cojonudas, esa gramática parda, esa retranca y ese ingenio... y le damos al libro el último empujón. No hacemos demasiado: limpiamos el polvo, quitamos las hojas del parabrisas. Si el motor está sucio, le pasamos un pañico. Tareas modestas, humildes, que alguien tiene que hacerlas... y que se notan. Y, ya de paso, aprendemos algo más sobre mecánica.
Porque todas las personas tenemos algo interesante, algo inteligente que expresar. Y sería una pena que esos manuscritos se quedasen en el tintero, sumergidos en una carpeta del escritorio del ordenador hasta el próximo virus.
Mi último trabajo ha tenido además algo de magia añadida: desde cierta editorial me han mandado un tocho con tantos años a sus espaldas como páginas. Un buen puñado de holandesas –los mayores a lo mejor visualizáis ese papel al que le faltaba un último estirón para convertirse en un DIN A4–, escritas a máquina, encuadernadas en simil cuero o simil piel. Hojear sus páginas ha sido un regreso a aquellos tiempos donde el número 1 se escribía con una ele minúscula, la i latina hacía las funciones de signo de exclamación, el signo igual tenía el poder destructor de Terminator y, cuando te equivocabas en una letra, pulsabas con toda fuerza a su suplente hasta atravesar el papel. La O minúscula se iba llenando de roña de la propia cinta hasta que se la quitabas con un alfiler, machándote sí o sí la yema del dedo; y entonces se apreciaba la diferencia entre las primeras oes compactas y las de después de la limpieza, con su agujerito de dónut recuperado.
Un ejemplar único, que he tenido que transcribir con el Word de Voz: micrófono en mano, como en los tiempos en que abordaba a viudas y asesinos a la puerta de un juzgado, pero sabiendo que mi producto iba a durar más que el minuto y medio de una noticia de telediario.
He terminado la transcripción del libro, he acometido al mismo tiempo la corrección –aprendiendo en el proceso una o dos docenas de palabras de los tiempos de nuestros bisabuelos, algunas de ellas aún con mando en plaza en el diccionario RAE de hoy–... y he hecho magia. He convertido ese ejemplar vetusto, que se estaba deteriorando, en un pulcro y aséptico documento de Word. No es tan espectacular, no tiene el encanto del volumen en simil piel, pero puedo poner una hache por el medio sin tener que pelearme con las letras de los lados.
Pero es que además he hecho mucho más. Con solo pulsar una tecla del teclado, ese documento de Word ha llegado a tres direcciones de correo. El ejemplar único se ha multiplicado por tres. Y podría hacerlo por treinta o por tres mil, si el texto fuera mío y pudiera repartírselo a todo el mundo y colgarlo en las redes sociales. Un único libro que criaba polvo y se volvía amarillo en una estantería se ha incorporado a la Galaxia Internet, que es una evolución moderna y mucho más rápida que la primitiva Galaxia Gutenberg. Dentro de unas semanas saldrá a la calle la primera edición. Cincuenta, cien... quince mil ejemplares. Formando parte del inmenso tesoro de la literatura española, una pequeña pieza que se suma al puzzle gracias a que un corrector de textos le ha limado las puntas y le ha quitado un poco el polvo.
@antoniombeltran