Cuando a principios del mes de febrero me puse a reescribir una antigua novela sobre la España de después del fin del mundo, no me podía esperar que iba a estar corrigiéndola encerrado en mi casa a causa de una cuarentena mundial por pandemia.
El agente destructivo de mi novela no es un coronavirus, término que hasta hace un par de semanas no sabía que existía, como nos pasaba a todos; el agente destructivo de mi novela es irrelevante porque aquello es ficción y lo que estamos viviendo ahora es la pura realidad. Con sus luces y sus sombras.
Las reflexiones que hice en su momento, y que he actualizado tras ver, y padecer, lo que estamos viviendo ahora, tal vez nos puedan ser de utilidad y nos sirvan de consuelo. Al menos puede que os entretengan un poco.
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En el fondo aquello era el abecé de la Humanidad desde que los primeros monos se irguieron sobre sus patas traseras y usaron las delanteras para coger un palo. Los demás animales matan para comer o para evitar ser comidos; los humanos son los únicos que lo hacen por placer, los únicos además capaces de acabar con los de su misma especie.
¡Especie contradictoria! Capaz de disfrutar con los refinamientos más sofisticados como la música, la danza o la literatura, y capaz al mismo tiempo de refocilarse con la tortura y el genocidio.
Detrás de la cuadra, en tiempos de sus abuelos se había excavado un pozo negro que en otros tiempos había servido para recoger los excrementos de los cerdos y las vacas, antes de que sus padres, como el resto de sus vecinos, llegaran a la conclusión de que en los tiempos de las bandejas de carne y la comida precocinada no valía la pena dedicar tantos esfuerzos a criar ganado propio. Un par de veces al año el pozo se llenaba y tenía que venir un camión cisterna a llevarse los purines, una labor que antiguamente se había hecho a mano, cubo a cubo. Castro no había olvidado cierta ocasión en que, quizás porque se había abierto alguna grieta en el techo del pozo, al quitarle la tapa y dejarla volcada sobre la hierba habían surgido cientos, tal vez miles, de cucarachas negras. Él se había quedado paralizado a poca distancia de aquella boca negra, pestilente y llena de monstruos pequeños y charolados que su padre había vuelto a meter dentro del pozo aplicándoles el chorro contundente de la manguera. No había olvidado jamás aquella escena ni el contraste entre aquel espanto y el prado verde, salvaje, perfumado, en el que apenas se percibía la losa de granito gris de la tapa del pozo.
Aquella noche Castro volvió sobre aquel recuerdo. Imaginó una nueva losa, mucho más grande y elegante pero que en el fondo cumplía la misma función. Estaba hecha de mármol y había sido tallada con mucho esfuerzo durante muchas generaciones. Por arriba era lisa, reluciente y de un color blanco atravesado por algunas venas rosas; pero la parte de abajo estaba sin labrar; era fea y rugosa y estaba húmeda y sucia, llena de líquenes, cuajada de lombrices pardas y cucarachas de charol.
Cuando se retiraba la losa, aunque solo fuera un centímetro, empezaban a salir los bichos. Los monstruos de las guerras, los asesinatos en masa, las torturas, las violaciones... La losa se había retirado por completo en la Alemania de los años treinta, y las consecuencias habían sido seis millones de muertos en los campos de concentración. Se había vuelto a quitar en Serbia, en Ruanda... se había movido levemente en la primavera de 2020, cuando el mundo entero se había enclaustrado para soportar la amenaza del coronavirus, y el resultado habían sido los saqueos, el acaparamiento. Las peleas por un paquete de carne en los aparcamientos de los centros comerciales.
Claro que cada vez que aquella losa se movía, millones de manos la sujetaban con fuerza para que los horrores de debajo no se pudieran escapar. El policía que dejaba escapar a un niño judío, la familia en cuyas habitaciones interiores se refugiaba media docena de vecinos marcados por la estrella, los médicos que se dejaban la vida combatiendo las pandemias, los que ayudaban a las personas mayores, los padres que transmitían el respeto a las normas, la solidaridad, la compasión, la empatía... rasgos que también eran algo que definía al género humano.
Y allí estaban todos, allí estarían también ahora, cuando el mundo parecía que se acababa de terminar; hombres y mujeres luchando por mantener cerrado el pozo negro, las manos nudosas de los abuelos guiando con firmeza los dedos inexpertos de sus nietos. De vez en cuando una mano díscola o ignorante se apartaba del grupo y se ponía a arañar la tierra sucia tratando de encontrar algún tesoro; pero enseguida se destacaban otras manos limpias y honestas, que sujetaban con fuerza a la rebelde y la volvían a poner con las demás.
Y así, a ratos asustado y a ratos lleno de esperanza, terminó por quedarse dormido. Tuvo su momento de llanto, cómo no. Vencido ya por el sueño lloró como un niño sin poderlo remediar, ahogando los sollozos para que Serrano no notase su congoja. Lloró por su madre, por sus vecinos muertos y por sí mismo. Pero en un momento dado aquellas lágrimas cesaron, Castro dejó de moverse y cayó por fin en un sueño que no fue plácido del todo pero que le dio a su cuerpo y a su mente el reposo que llevaba tanto tiempo necesitando.
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Nosotros y nosotras, los protagonistas de este pequeño apocalipsis que nos ha detenido durante varias semanas –¡y no para siempre!– sabemos cosas que Castro, el de la novela, no sabía.
Sabemos que hay gente capaz de darse de bofetadas por un rollo de papel higiénico, pero también que hay personas que están acudiendo a las patrullas policiales para darles cajas enteras de mascarillas y geles desinfectantes.
Sabemos que hay madrileños que escapan hacia la costa, barceloneses que se van a los Pirineos y cretinos de todas las provincias que solo se miran al ombligo; pero también que nuestros balcones se llenan cada día de aplausos y saludos. Que las calles desiertas pueden ser el escenario de un bingo vecinal, de un concierto colectivo o de un aplauso unánime hacia aquellos y aquellas que se están dejando la vida por nosotros.
Sabemos que hay personas que están ofreciendo alquilar el perro a quienes deseen salir del confinamiento, pero también que tu vecino el rarito puede ser un DJ excepcional, que el hijo pesado de la cotilla dibuja arcoíris en la azotea donde tantas veces da el tostón con la pelota, y que esos estudiantes de las fiestas de madrugada han colgado un cartel en el ascensor ofreciéndose a ir a hacer la compra a los ancianos que no se pueden mover.
Sabemos que el alcalde, o el presidente, o el ministro, es un cretino al que no votaríamos ni hartos de vino, pero también sabemos que en estos momentos se ha dejado de politiqueos y está arrimando el hombro con sus adversarios.
Todos estamos poniendo la mano sobre la losa. Manos finas de señorito, manos encallecidas de trabajadora del campo, manos con las uñas pintadas de rosa o tatuadas con henna. Las redes sociales se han llenado de ofrecimientos de todo tipo. Profesionales, expertos, incluso cuñaos que solo saben hacer bien una cosa, pero que están dispuestos a hacerla gratis por los demás.
Y, sobre todo, el Castro de mi libro jamás podría imaginarse las risas que nos estamos echando al ver los vídeos y los wasaps. La policía que vende bolsas de papas, el tipo paseándose disfrazado de dinosaurio, el que saca el perro de peluche, el que compara las bolitas azules y blancas (blancas y azules) del tambor de Colón...
La solidaridad y la empatía son rasgos humanos que todos tenemos en mayor o menor medida, y que todos nos estamos esforzando en sacar adelante en estos días duros. Pero el sentido del humor con el que además nos lo estamos tomando es un símbolo de inteligencia. Somos una especie inteligente. Estamos unidos y unidas en esto. Y vamos a salir adelante.
Vamos a salir adelante; sin ninguna duda. Y que le den por saco al virus.