Llevo cerca de veinticinco años ejerciendo el Periodismo, he tratado a muchísimas personas y de todo este extenso y riquísimo patrimonio de momentos, frases y situaciones podría quedarme quizás con una veintena de experiencias. Ayer conocimos la triste noticia de la muerte del Rvdo. Padre D. Luis Díaz Martínez, y hoy os quiero hablar brevemente de él porque le debo un episodio cotidiano, inconsciente, que me ha dejado una huella para siempre.
Además de todos sus merecidos títulos como párroco, escritor, Cronista Oficial de la Villa de Águilas, miembro de la Real Academia de Alfonso X el Sabio y otros títulos que mi ignorancia dejará fuera, resulta que don Luis había ejercido como misionero, creo que en Ghana si no recuerdo mal. En cualquier caso, fue uno de esos países africanos azotados por la miseria.
Hace algunos años yo era el corresponsal de la televisión autonómica 7 Región de Murcia en Lorca y su comarca, y por supuesto bajaba a Águilas prácticamente todos los días a sacar noticias. En un momento dado de 2010, año arriba o abajo, me llegó la información de que un sacerdote aguileño al que yo no conocía estaba de vuelta de su labor misionera en África y llevaba entre manos un proyecto para ayudar a aquellas personas; así que lo consulté con mis jefes, me dieron el visto bueno y me vine a Águilas.
Aquella entrevista no la he olvidado. Siguiendo instrucciones de mi operador de cámara, el gran aguileño Óscar Peña, quedamos con don Luis en la Glorieta, delante de la iglesia de San José. Era verano, eran las cinco de la tarde, era Águilas y no podíamos refugiarnos delante de los tilos porque las sombras nos estropeaban los planos, así que don Luis, Óscar y yo aguantamos el tirón durante los cinco o diez minutos que duró la entrevista.
Don Luis y yo terminamos de hablar, pero Óscar aún necesitaba más imágenes, así que nos parapetamos a la sombra, por fin, y como vi que era un señor mayor me fui a una de las cafeterías de la Glorieta y pedí para él un botellín de agua y un vasico de plástico. Se lo di. Bebió con ganas. Seguimos charlando, explicándome la labor que hacía ayudando sobre todo a los jóvenes en aquellos territorios hermosos pero áridos, pobres pero llenos de gente con sus ilusiones y sus esperanzas.
Llegó el momento de marcharnos. Le fui a coger el botellín de agua y el vasito, para tirarlos al contenedor, y entonces aquel anciano, que tenía tantísima mili a sus espaldas, hizo lo siguiente: abrió la botella, cogió su vasito, en el que aún quedaba un culín de agua, y vertió con cuidado el agua sobrante en la botella, hasta la última gota. Y luego se la guardó en un bolsillo.
Un gesto inconsciente, diréis; una anécdota prosaica de alguien que solo tenía que cruzar la plaza y pedirse otra botella, o irse a su casa y abrir todos los grifos. Pero no; aquel sacerdote había visto gente muriéndose de sed en África; aquel hombre llevaba dentro de su alma todas las penurias de la gente a la que había ido a reconfortar. A diferencia de nosotros, criaturas del primer mundo orondo y despilfarrador, don Luis Díaz conocía perfectamente el valor de medio vasito de agua. En el universo del desierto, la sequía y el hambre continua, era impensable desperdiciar medio vasito de agua, pudiendo guardarla para bebérsela luego. Por ello inclinó el vasito con mimo, gota a gota, y guardó aquel tesoro. Sin afectación, sin darse cuenta. Un gesto cotidiano que me hizo ver de lejos una parte de la realidad en la que viven millones de seres humanos, que dice muchísimo acerca de este buen sacerdote cuyos vecinos le despiden estos días.
Descanse en paz, don Luis. Un abrazo muy fuerte a mi buen amigo Paco Albarracín y a toda su familia. Buen ejemplo dejó, a uno y otro lado de este planeta tantas veces ciego, sordo e insensible. DEP y GRACIAS por su ejemplo.
Antonio Marcelo.—