Hasta la segunda década del siglo XX por todo el levante español, desde Castellón hasta Almería, se conservó la insólita práctica de festejar el luto cuando el difunto se trataba de un menor de siete años. Lo que puede causar desconcierto en la actualidad debe de entenderse atendiendo a que se creía que los infantes permanecían puros sin pecados.
Según José Ángel Macia Pérez “El nacimiento de esta tradición vino por la religiosidad arraigada del pueblo, ya que la gracia de Dios estaba en el niño después del Bautismo, y esta no se perdía hasta el uso de razón por el pecado, por lo cual el niño no moría sino que se iba al cielo y allí era recibido con alegría; y desde él rogaba por sus padres y amigos, siendo esto lo que probablemente determinó el júbilo del velatorio de los párvulos. Ha muerto un ángel, sube al cielo; y esto merece bien la pena celebrarlo con una noche de fiesta”.
Antonio Tejera Gaspar comenta que, en la Isla de la Gomera, haciendo estos bailes y estos cantes “se pensaba que de esta forma de angelito tardaba menos tiempo en llegar a Dios”. Igualmente, Miguel Ángel Hernández Méndez apunta que “existía la consideración de que era pecado llorar, ya que ello impedía el camino recto del angelito hasta el cielo: llorar por dentro se llora aunque por fuera se canta'. Esta contradicción interna se puede observar dentro del poema “La velica” del escritor costumbrista de Cuevas de Almanzora, José María Álvarez de Sotomayor (1880-1947), que termina describiendo esta antítesis de emociones.
Se marchan a descansar,
tras que a la madre, con celo
van a parabienes a dar…..
¡Por la suerte singular
de darle un ángel al cielo!.
Ya la fiesta ha concluido
Cerca del amananecer
Todo el pueblo está dormido….
¡Solo se advierte el gemido
Y el llanto de una mujer!”
La antropóloga Maricel Pelegrín sostiene que el origen inicial de esta costumbre podía tener relación con la presencia de los árabes en la península, desde el Siglo VIII especialmente, si se observa en las áreas donde persistió que fue donde más tiempo se mantuvieron sus hábitos.
El historiador Rafael Altamira (1866-1951) escribía a principios del Siglo XX que hasta épocas recientes se realizaba en la costa del Mediterráneo español, desde Castellón hasta Murcia, extendiéndose también a Extremadura y las islas Canarias lo que denomina un “baile de los angelitos”, al fallecer un niño. Por otra parte, indicaba el folclorista Gabriel María Vergara Martín (1869-1948), que este baile existió en tiempos más lejanos también en el centro y en el sur de España, ofreciendo el ejemplo de aldeas de Segovia en que las exequias de un niño menor de siete años se acompañaba con música de tono alegre ejecutada con tambor y flauta.
No solo se dará en ámbito peninsular pasando a las posesiones americanas españolas donde en cada país adquirirá unas características propias. La investigadora argentina Maricel Pelegrin, hablando acerca de la difusión de este ritual, comenta “su gran dispersión desde México a la Argentina, dentro del marco de culturas etnográficas autóctonas, de pueblos de negros, como así también de sociedades criollas y mestizas, nos conduce a pensar que se aceptó al fusionarse con muchas de las creencias que ya existían”.
La interiorización de esta ceremonia dentro del sustrato cultural Hispanoamericano queda demostrado por su pervivencia en el área, hasta mediados del Siglo XX, habiendo desaparecido en España en las primeas décadas del mismo. En la película Chilena "Largo Viaje" (1967) del director Patricio Kaulen, tenemos una interesante recreación de como tenía lugar esta práctica.
No es fácil encontrar referencias respecto al tema que se aborda, resultando necesario analizar los datos recogidos por varios autores para poder hacerse una idea global de esta ceremonia.
En Valencia era conocida la celebración como los “Mortichuelos” o el “Velatori”. El bibliófilo Rafael Solaz Albert describe de manera precisa como se realizaba el ceremonial de este ritual.
“Se amortajaba al niño con una túnica blanca, que como podemos comparar es muy parecida a la de los árabes, le colocaban una corona de flores en la cabeza, lo vestían todo de blanco, y el lugar elegido para velarlo se convertía en un altar de pureza y lechos llenos de flores.
Se cubría la pared de la cabecera del cadáver con una sábana, en cuyo centro se estampaba la imagen de la Mare de Déu (Virgen con el Niño) o del Ángel de la Guarda. También la tarima y el ataúd debían ser blancos, como blancas eran las flores con las que se cubría su cuerpo sin vida.
En contraste con tanta blancura, brillaban los labios y mejillas que se le pintaban al cuerpo con carmín, para disimular la palidez que la muerte da a los semblantes. En cada esquina, cuatro velas alumbraban la noche de cantinela y baile que estaba a punto de iniciarse.
Ya estaba todo listo para “la dansa del velatori”, en la que tres parejas danzaban durante toda la noche, al sonido de bandurrias y guitarras, entonando coplas en las que se inducía al baile y se convencía a los asistentes a alegrarse por la suerte del albaet, que ya había dejado de sufrir.
José Ángel Maciá Pérez también escribe acerca de esta costumbre “Durante toda la noche sus parientes y amigos cercanos de la familia le guardan vela, pasando alegremente la noche. Los padres obsequiaban a los reunidos, ofreciéndoles “cacau y tramusos”, pasas o higos, según zonas, acompañado todo con el clásico porrón o bota de vino.
Uno de los puntos característicos era la “dançá” y que era interpretada por parejas a la luz de los cirios que alumbraban el féretro del niño. El ritmo lo proporcionaban guitarras y bandurrias o acordeones, acompañándose de bailadores. Un hombre y una mujer danzaban lentamente; y así se sucedían las parejas, relevándose hasta el amanecer.
La investigadora María Teresa Oller recoge algunas coplas que se cantaban durante esta fiesta en lengua valenciana por lo que han sido traducidas al castellano para su total entendimiento.
Valenciano |
Castellano |
La danza del velatori Dones vingau a ballar Que és dansa que sempre es balla Quan s’ ha mort algú albat |
La danza del velatorio mujeres venid a bailar que es danza que siempre se baila cuando se ha muerto un angelito.
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En este casa s' ha mort un angelet molt polit, pero no ploreu per ell, que ja ha acabat de patir. |
En esta casa se ha muerto un angelito muy bien vestido, pero no lloren por él porque ha acabado de sufrir.
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Qin goig més gran que deu tindre la mare d'este xiquet, perque s'ha pujat al cel, i s'ha tornat angelet. |
Qué gozo más grande debe tener la madre de este pequeño, porque ha subido al cielo, y se ha convertido en angelito
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Los viajeros franceses Gustave Dore y Charles Davilier, durante el recorrido que realizaron por España en 1872, presenciaron con asombro en Jijona (Alicante) este tipo de festejos fúnebres.
“En Jijona fuimos testigos de una ceremonia fúnebre que nos sorprendió grandemente. Pasábamos por una calle desierta, cuando oímos los rasgueos de una guitarra, acompañados del son agudo de la bandurria y del repique de las castañuelas. Vimos entreabierta la puerta de una casa de labradores y creímos que estaban festejando una boda, mas no era así. El obsequio iba dedicado a un pequeño difunto. En el centro de la estancia estaba tendido en una mesa, cubierta con un cubrecama, una niña de cinco o seis años, en traje de fiesta; la cabeza, adornada con una corona de flores, reposaba en un cojín. De momento creímos que dormía; pero al ver junto a ella un gran vaso de agua bendita y sendos cirios encendidos en los cuatro ángulos de la mesa, nos dimos cuenta de que la pobrecita estaba muerta. Una mujer joven —que nos dijo ser la madre— lloraba con grandes lágrimas, sentada al lado de la niña. El resto del cuadro contrastaba singularmente con aquella escena fúnebre; un hombre joven y una muchacha, vistiendo el traje de fiesta de los labradores valencianos, danzaban una jota, acompañándose con las castañuelas, mientras los músicos e invitados, formando alrededor de los danzantes, les excitaban cantando y palmoteando. No sabíamos cómo armonizar estas alegrías con el dolor: “Está con los ángeles”, nos dijo uno de la familia. En efecto, tan arraigada tienen aquellos naturales la creencia de que los seres que mueran en la infancia van derechamente al Paraíso, “angelitos al cielo”, que se alegran, en lugar de afligirse, al verlos gozar eternamente de la mansión divina”.
Otro de los testimonios literarios lo proporciona el novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez, que destaca por su descripción de escenas costumbristas valencianas. En su popular obra de “La Barraca” (1898), en uno de sus paisajes relata con su fácil prosa como era la preparación.
“Había que acicalar al albaet, para su último viaje, vestirle de blanco, puro y resplandeciente como el alba, de la que llevaba el nombre. Comenzó Pepeta el arreglo con fúnebre pompa. Primeramente colocó en el centro de la entrada la mesita blanca de pino en la que comía la familia, cubriéndola con una sábana y clavando los extremos con alfileres. Encima tendió una colcha de almidonadas randas y puso sobre ella el pequeño ataúd, un estuche blanco, galoneado de oro, mullido en su interior como una cuna.
Pepeta sacó de un envoltorio las últimas galas del muertecito: un hábito de gasa tejido con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo blanco de rizada nieve, como la luz del alba, cuya pureza simbolizaba el pobrecito albaet. Aún no estaba todo; faltaba lo mejor: la guirnalda, un bonete de flores blancas con colgantes que pendían sobre las orejas. Tiñó las pálidas mejillas con rosa de colorete, la boca con un encendido bermellón. ¡Parecía dormido! ¡Tan hermoso! ¡Tan sonrosado! Jamás se había visto un albaet como éste. Y llenaba de flores los huecos de su caja, apiladas formando ramos en los extremos. Era la vega entera, abrazando el cuerpo de aquel niño que tantas veces había visto saltar por sus senderos como un pájaro, extendiendo sobre su frío cuerpo una oleada de perfumes y colores.
Cuatro muchachas con hueca falda, mantilla de seda caída sobre sus ojos y aire pudoroso y monjil, agarraron las patas de la mesilla, levantando todo el blanco catafalco. Emprendieron la marcha los chicuelos, llevando en alto grandes ramos de albahaca. Los músicos rompieron a tocar un vals juguetón y alegre, colocándose detrás del féretro, y después de ellos abalanzáronse por el camino, formando apretados grupos, los curiosos”.
El Archivo parroquial de la iglesia de Santiago de Orihuela conserva un documento de 1775, que redacta el obispo José Tormo, criticando esta costumbre ante la Audiencia de Valencia.
“(...)En número considerable de estos pueblos se ha introducido la bárbara costumbre de los bailes nocturnos con motivo de los niños que se mueren, llamados vulgarmente “mortichuelos”, no habiendo bastado para exterminar los daños espirituales y temporales que de ello resultan, el desvelo de mis Antecesores y mío, y excomuniones fulminadas para desterrarlo. Por dos, y aún tres noches, y hasta que tal vez el hedor del cadáver les obliga a avisar al Cura, suelen juntarse hombres y mujeres, la mayor parte mozos y doncellas en las casas de los padres de los difuntos, y contra las leyes de la humanidad se gastan chanzas, invectivas y bufonadas contrarias a la modestia, y consideraciones cristianas que presentan la muerte de un hijo; y después se baila hasta las dos o tres de la mañana, en que se retiran, alborotando las calles con gritería, relinchos y carcajadas, y muchas veces no dejando fruta en los campos, con no pocas quejas y sentimiento de sus dueños. La grande población de aquel territorio hace mui frecuentes estas funciones, por los muchos niños que se mueren, lo que ocasiona que se pierdan muchos jornales, pues como el retirarse a sus casas esa hora en que es muy difícil logren el descanso correspondiente de la noche para trabajar entre el día, se aumenta su infelicidad y miseria y se perjudican los expresados fines. (...)”.
La Real Audiencia de Valencia responderá en los siguientes términos, en Noviembre de 1775:
“Que en conformidad de lo resuelto por el Consejo en veinte y siete de marzo de este año, y de lo expuesto por el Fiscal de su Majestad, mandaban y// mandaron: Que en ninguno de los pueblos del Obispado de Orihuela, que existen dentro de este Reino; con pretexto de Fiestas, Cofradías, Hermandades, Terceras Ordenes, Clavarías, Mayordomías, Imágenes de Santos colocadas en Iglesias, calles y plazas, hallazgos de ellas, Capillas, Retablos, Ermitas, Oratorios públicos y privados, Octavarios y Novenarios, no ocho días antes, ni otros ocho después de la fiesta, se corran toros, novillos y vacas, tanto con soga como sin ella, representen comedias o autos, se tengan bailes ni otros festejos profanos, y que cuando se hayan de tener dichas diversiones de novillos, vacas, comedias, autos, bailes u otros juegos profanos, sin aquellos motivos, y sólo por causa de entretenimiento, desahogo, u otras semejantes en tiempos en que sean necesarias las labores del campo, sólo se permitan y toleren en los días en que no se pueda trabajar, y en los parajes o sitios de menos inconvenientes para el comercio público, y mayor seguridad de las Gentes, dejando libre el tránsito de las calles públicas; y se prohíben absolutamente las máscaras, y tanto de día como de noche los bailes con motivo de los Mortichuelos y las funciones tituladas de Aguinaldo (...).
En la Región de Murcia, José Antonio Melgares Guerrero, acerca de los rituales funerarios de Caravaca, señala “La muerte de un niño se consideraba como el traslado de un ángel al cielo. El entierro revestía carácter de alegría, que contrastaba con la aflicción de la familia. Los ornamentos litúrgicos de él o los oficiantes, eran de color blanco en lugar de negros, y en vez de doblar las campanas anunciando el óbito, se foliaba”. Luego hablando de las campanas apunta “Si el finado era adulto (indistintamente hembra o varón) sonaban tres campanas a la vez, en un golpe seco repetido tras unos segundos de silencio. Las tres campanas que intervenían eran la Mayor, la de San Pedro y la del Pocico, según la denominación popular con que eran y son conocidas las campanas de la torre del Salvador. Si el finado era niño menor de siete años no se doblaba, sino que se foliaba, golpeándose con el badajo el vaso de la campana de las Angustias dos veces, seguido de un golpe de la Mayor en series repetidas”. Esto también se dará en otras zonas del Levante donde el toque a muerte será un tañido de alegría y no el característico redoble de campanas como cuando desaparecía un adulto. En algunas partes de España, a este toque de campanas se le nombraba como de “mortichuelo o mortijuelo”.
De las coplas que se cantaban en Murcia durante este tipo de reuniones, han podido rescatarse unas posibles versos de la huerta recogidos por José Ángel Maciá Pérez en uno de sus estudios.
“Aunque la madre “yora”
y con na encuentra consuelo
esta la pobre muy dichosa
porque el hijo está en el “sielo”
Lo que respecta al ámbito aguileño, la única referencia que se tiene es un breve apunte de Pablo Díaz Moreno donde señala “Los niños que morían antes de los siete años iban al cielo, era costumbre de no llorar en estos entierros y hasta hacían bailes en la casa del niño muerto”.
Para conocer cómo se realizaba en Águilas esta celebración, ante la ausencia de datos, resulta necesario realizar un estudio de la información que se conserva en Cuevas de Almanzora, de donde la localidad recibía una importante influencia cultural no solo por la cercanía entre ambas poblaciones sino principalmente por la importante corriente migratoria que venía de aquella comarca a mediados del siglo XIX, compartiendo muchos elementos identitarios.
El cronista de Cuevas de Almanzora, Enrique Fernández Bolea, comenta sobre esta tradición:
“En aquellos funerales de infantes se cantaba y bailaba, se portaban flores frescas, dulces y caramelos, y se comía y bebía hasta el amanecer; y todo ello ante unos afligidos padres quienes, pese a la fuerza de la tradición, expresaban su pena y desconsolada tristeza en medio del jolgorio. Allí confluían las emociones encontradas, tan dispares que a los que fuesen ajenos a aquella costumbre ancestral les parecerían signos evidentes de crueldad, incultura e incivilización. La alegría de los que hasta la casa del malogrado niño se acercaban descansaba en una creencia, en un convencimiento: la criatura viajaba ya camino del cielo, de la gloria, pues, su corta edad lo convertía en un ser pleno de inocencia, ajeno a toda maldad y pecado, un ángel que a partir de entonces extendería su benéfica protección sobre los suyos, sobre los más allegados, entre los que se hallaban sin duda los que ahora despedían su alma con músicas, danzas y pitanzas”.
Los velorios o “velicas” como eran denominados en la época fueron habituales en el Valle del Almanzora durante el Siglo XIX y primera década del Siglo XX. El naturalista Simón de Rojas Clemente (1777-1827) apuntaba acerca de este territorio “Usan también en estas tierras el velar al niño muerto con música y baile, a que se convida a las mocitas y en que se admite a cuantos llegan, se les da de beber y garbanzos tostados, convite que suele repetirse después del entierro, todo en casa de los padres.
La descripción más importante de estas celebraciones la proporciona el periodista cuevano Miguel Flores González-Grano de Oro (1879-1936), por haberlas conocido de primera mano aportando incluso algunas de las coplas que se cantaban resultando una documento único.
“En mitad de la habitación principal, en lugar bien visible, se colocaba el pequeño ataúd en el que reposaba el cuerpo inerte del niño, de blanco impoluto y rodeado de flores. Más que muerto parecía dormido, e incluso sus labios insinuaban una leve sonrisa que transmitía serenidad, placentero descanso; hasta él se acercaban las mujeres que, con voces cada vez más elevadas, como compitiendo entre ellas, ensalzaban la hermosura del pequeño, su plácido semblante. En la estancia colindante, de las guitarras, laúdes, bandurrias y castañuelas brotan notas que acompasan los bailes de las mozas y los mozos; el vino comienza a correr, todo él por cuenta de quienes trajeron al mundo al joven finado. Desde el campanario de la parroquial el tañido de la medianoche alerta a la juventud allí congregada de que ha llegado el momento de echarse a las calles, de recorrerlas entonando las coplas en honor del que ya está en la gloria. Mientras, en la casa, queda la quebrada madre, hecha un mar de lágrimas, a quien no sirven los pretendidos consuelos de su comadre y de las demás vecinas. Sus sollozos incontenibles se prolongan y crecen hasta los primeros resplandores del alba: se acerca la fatal hora de la sepultura. Sólo las voces que se aproximan de la calle ahogan el ya entrecortado llanto de la madre; son los jóvenes que retornan de su alegre y, a la vez, funesta ronda entre risas y coplas:
“A la comadre del muerto,
si quiere que le cantemos,
saque sillas y sillones
para que nos asentemos”.
“A la comadre del muerto
Le cantaremos victoria,
que un ahijado que ha tenido
se lo han llevado a la Gloria…”
Las autoridades descalificaban esta costumbre, por considerarla inapropiada e incivilizada, como puede verse en una noticia aparecida en el diario local de “El Minero de Almagrera”.
El Minero de Almagrera 24/7/1894
“Ni en los países más bárbaros e incultos se presencia una escena tan repugnante, cínica, inhumana y antirreligiosa como la que presenció este vecindario la madrugada del domingo último.
Como a la una de la misma, el alegre sonido de una banda de música y el rumor de numerosas personas despertó a muchos vecinos que, abandonando la cama por la natural curiosidad, se asomaron a los balcones, quedando hondamente sorprendidos al ver que en medio de un numeroso grupo de jóvenes de ambos sexos, que reían, bromeaban y cantaban, seguido de la música tocando polcas y pasodobles, sin una sola luz ni menos signo religioso, se paseaba por las calles hasta después de las dos, en que ya el alumbrado público estaba apagado, el cadáver de una preciosa joven, vestida de blanco, colocada al descubierto en un ataúd.
La impresión que nos causó espectáculo tan cínico y escandaloso, lo comprenderán todos los que tengan más insignificantes nociones de la respetabilidad que merecen los difuntos y abriguen algún sentimiento de amor al prójimo.
Ni los zulús, ni los rifeños, ni los cafres, habrían tolerado, ni menos autorizado, un acto como el que referimos, que da justísimo motivo a censurar acerbamente a la familia de esa joven, fallecida en los más florido de la edad, por haber consentido, y tal vez autorizado, sacrilegio semejante, que dice bien poco en favor del cariño y amor que debió profesarle, y a criticar severamente a la autoridad local que, por su debilidad y excesiva tolerancia, ha permitido se ponga a esta población por bajo del nivel de las que habitan las hordas más salvajes del África ecuatorial”.
Pablo Díaz Moreno apunta que estas fiestas perduraron en el medio rural de Águilas hasta principios de la segunda República, según testimonio de su abuelo materno Diego Moreno Campos (1898-1982). El escritor cuevano José María Álvarez de Sotomayor (1880-1947), en su poema “La Velica” que aparece en la obra “Mi terrera” (1913), habla de estas reuniones, por lo que debían de ser corrientes en esa época, lo que ratifica la teoría. La desaparición de esta práctica festiva se producirá por un cambio de mentalidad al afrontarse estos episodios como recoge Laura Useleti en una entrevista de una Octogenaria natural de Denia (Alicante) que le contó que su abuela al morir su hijo pequeño “preparó una mesa vestida de blanco y colocó sobre el ella al albaet. Por la noche llegaron dos hombres con sendas guitarras y dos parejas de balladors (bailadores), comunicándole que su intención era acompañarla. Ella les agradeció pero se rehusó, diciéndoles que se le acababa de morir un hijo y “no estaba para bailes”. También pudo tratarse por la oposición de las autoridades como hemos podido apreciar en la prensa del Siglo XIX. Juan Bethencourt Alfonso dentro de su libro “Costumbres Populares Canarias de Nacimiento, Matrimonio y Muerte” (1884) dice “por los antecedentes que he recogido se puede asegurar que antiguamente celebraban en casi todo el Archipiélago los funerales de los angelitos con jolgorios, bailes y banquetes. Como resto de esa costumbre podemos citar en la actualidad "el baile de los muertos", en Valle Gran Rey de La Gomera que al presente celebran a puerta cerrada por la propaganda en contra que se hace”. Los datos aportados valdrían para verificar hasta cuando se conservó este tipo de hábitos funerarios.
La pérdida definitiva de esta práctica coincide con un proceso de cambio de la sociedad, que durante las primeras décadas del Siglo XX evoluciona a una mentalidad moderna, donde se abandonan ciertas creencias que desde los nuevos parámetros que se imponen no resultan adecuadas. Esto supone la implantación de una uniformidad de pensamiento de un mundo occidental civilizado, alejado de oscurantismo, pero que se verá empobrecido culturalmente.