En el interior de la cripta, abierta a todos los vientos de la sierra, esperan varios centenares de personas. Los civiles van de luto riguroso; los militares, con un brazal negro en la manga del uniforme. En el exterior, apretados hombro contra hombro bajo las banderas de España, de la Falange y del Carlismo, se calculan hasta cien mil personas, todas en un riguroso silencio roto de vez en cuando por los gritos de ¡Arriba España! Todos ellos llevan viviendo treinta y nueve años, más unas pocas semanas, bajo la dictadura del general Francisco Franco, que ha muerto tres días antes, a los ochenta y dos años de edad, en el hospital madrileño que lleva su nombre después de una agonía atroz.
Llega la comitiva. Los lujosos coches negros de las altas personalidades se suman a los vehículos militares. Una docena de furgonetas transportan cuatrocientas coronas -cuatrocientas coronas, parece necesario repetir el dato- provenientes de todas partes de España. El rey Juan Carlos I se sienta a la izquierda, delante del altar; en la nave del Evangelio, como se decía entonces; los cardenales y obispos más destacados lo hacen al otro, en la de la Epístola. Entre ellos destaca el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal, a quienes algunos saludan por lo bajini murmurando un rabioso Tarancón al paredón, porque tiene fama de demócrata y, por tanto, de rojo y de masón.
Pero los años del paredón se han terminado por fin. Concluyeron el pasado mes de septiembre con el fusilamiento de cinco terroristas en diversos penales de España. El pequeño cadáver viejo y demacrado que ahora yace dentro de su caja majestuosa, vestido con su uniforme de gala, les dio el visto bueno con su mano temblorosa por el Parkinson -que nunca, jamás, tembló por los remordimientos- antes de echarse a dormir plácidamente con orden expresa de que nadie se atreviera a despertarle. Aunque fuera el propio Papa para pedirle clemencia una vez más. A la mañana siguiente el franquismo ejecutó a cinco personas -que no eran angelitos, habían asesinado a su vez a otras personas, pero cuyas muertes legales chirriaban en la Europa empeñada en la lucha por los Derechos Humanos-, y aquel mismo día, como represalia, España se despertó con el nacimiento de un grupo terrorista más, los GRAPO. La violencia genera violencia que genera violencia...
Suenan los himnos oficiales de España, que en aquellos años eran tres. La Marcha Real, como sabemos, no tiene letra; el Cara al Sol sí, y es el momento adecuado para que los allí congregados vuelquen toda su emoción hasta dejarse los pulmones. Menos emoción con el Oriamendi, Por Dios, por la Patria y el Rey, porque carlistas hay menos que falangistas, y además la persona que se ha convertido en Jefe del Estado no es su Rey, es un intruso tataranieto de la usurpadora Isabel II y, quizás lo más grave, hijo de ese liberal bravucón y soberbio que es don Juan de Borbón. Aunque las relaciones entre el padre y el hijo llevan bastante tiempo congeladas, tan frías como el viento serrano que bate la explanada de Cuelgamuros donde se yergue el Valle de los Caídos, el panteón mandado construir por el Caudillo de España al acabar la Guerra Civil. Un moderno faraón que entonces aún no había cumplido los cincuenta años pero ya era muy consciente de que él había llegado a la cima para quedarse; y para que su memoria y su obra perdurasen.
Un notario zaragozano presta juramento a tres militares. José María Sánchez-Ventura Pascual, ministro de Justicia y Notario Mayor del Reino, les enfrenta al imponente ataúd de metal, próximo a la fosa aún más imponente, forrada de plomo y cinc, ornada con cuatro escudos y con un hedor remotísimo a la alcantarilla que no pasa lejos de allí, y les pregunta, uno tras otro:
-¿Juráis que el cuerpo que contiene la presente caja es el de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos don Francisco Franco Bahamonde, el mismo que os fue entregado para su custodia en el Real Palacio de Oriente de Madrid a las 6 horas 30 minutos del pasado día 21?
Los tres hombres se acercan uno a uno al notario mayor. Teniente general Ernesto Sánchez-Galiano, jefe de la Casa Militar de Franco; general José Ramón Gavilán, segundo jefe de la Casa Militar; general Fernando Fuertes de Villavicencio, jefe de su Casa Civil. Tres espadones fieles a su Caudillo hasta después de su muerte.
-Sí lo es, lo juro -dicen, acercándose al micrófono instalado al pie del altar, rodeados de militares, monjes y civiles condecorados.
Franco está a punto de ser enterrado. Unos metros cúbicos de cemento y granito para aquél que dominó España entera, y la cubrió a gusto de sangre, durante casi medio siglo. Ha pasado más tiempo al frente de España que Carlos III e Isabel II. Más que los Reyes Católicos. De repente, las primeras filas se descomponen. Una de las nietas del dictador sufre un desmayo; algunos allegados corren a atenderla, pero en ese preciso momento uno de los tres militares que acaban de prestar juramento también se viene abajo. Ante el pasmo de la concurrencia, el teniente general Sánchez-Galiano rompe en sollozos, se lleva a la cara una mano enfundada en el guante blanco del uniforme, se aparta las gafas oscuras que parecen formar parte de la personalidad de todos los militares dictatoriales y se tapa los ojos arrasados por las lágrimas, incapaz por unos instantes de mantener la compostura.
Música de órgano en el interior del Valle de los Caídos, que acoge también el cadáver del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, ejecutado por los republicanos sin que Franco aceptase ni un canje ni una negociación, porque le hacía sombra. Salvas de fusilería en el exterior: armas que disparan al cielo y -por una vez- no sobre los propios españoles porque todos los que se han congregado en el Valle de los Caídos son afectos al régimen. Los enemigos yacen en la cripta, en numerosas fosas comunes excavadas por ellos mismos mientras le construían su pirámide funeraria al general golpista. Carmen Polo de Franco, la Señora, se ha quedado rezando en el palacio de El Pardo, convertido en su vivienda particular durante las últimas cuatro décadas.
Mientras el general Sánchez-Galiano se enjuga las últimas lágrimas, diciéndose a sí mismo que llorar de emoción en presencia de su Caudillo abatido no le convierte en un invertido, el flamante Jefe del Estado, Juan Carlos I de Borbón, mira a su alrededor. Tal vez cruce una mirada de comprensión con el cardenal Tarancón -¡al Paredón!-; quizás piense en su padre, hostil tras sentirse puenteado por su propio hijo al que retiró el título de Príncipe de Asturias. Tal vez le reconforte saber que su preceptor, Torcuato Fernández-Miranda, le ha dejado muy claro que todas las leyes del franquismo, incluso los principios ideológicos que él ha tenido que jurar para poder ser el sucesor de Franco, se pueden desmantelar utilizando los resquicios legales. Se puede ir de la ley a la ley pasando por la ley, le ha dicho su antiguo maestro. Si el nuevo Rey tiene algo de suerte y consigue seguir obrando con cautela, como ha venido haciendo todo este tiempo a la sombra del dictador, tal vez logrará darle un cargo importante a Fernández-Miranda; y entonces, con la ayuda de algunos curas moderados como Tarancón, con algún que otro general aperturista y con esos ministros y subsecretarios jóvenes...
Don Juan Carlos trata de pensar en claro, pero en esos momentos no le es muy fácil. Hace frío ese mediodía de noviembre en la sierra madrileña, casi tanto como aquella mañana desangelada de principios de los años cincuenta en la que se instaló en Madrid con su hermano pequeño, don Alfonsito -al que él mismo mató de un disparo por accidente años después-, para estudiar y criarse en España de la mano de aquel militar silencioso y desconfiado con el que ha pasado más tiempo que con su propio padre.
El nuevo Rey, décimo de la dinastía a la que los españoles ya han forzado al exilio en dos ocasiones, casado con una princesa cuyo hermano, el Rey de Grecia también ha tenido que exiliarse, reza unos instantes ante la lápida de una tonelada y media que sella la tumba -¡para que no pueda salir!, dirá la media España que perdió la guerra, con una mezcla de euforia y de rencor-. Sí; Francisco Franco ya descansa en paz, a menos que sea cierto que después de la vida terrena hay un Cielo y un Infierno; pero a él le queda todavía una buena papeleta por delante, reflexiona mientras abandona serio, hermético, afectado, la cripta mortuoria del dictador.
¿Será capaz el joven Rey de convertir España en una democracia occidental, con múltiples partidos, respeto a los laicos y a los que son religiosos, reconocimiento a las particularidades de nuestras regiones...?
Y, sobre todo, ¿se lo reconocerán más adelante los hijos de los españoles que posiblemente estén hoy brindando con champán? Aquéllos cuyos padres no pueden divorciarse ni vivir juntos sin pasar por la iglesia, que para irse a una pensión con su pareja tienen que presentar el Libro de Familia... aquéllos a los que no dejan expresarse en su lengua no castellana, cuyas madres no pueden legalmente denunciar a su marido -único y perpetuo- por muchas palizas que les esté dando a diario. Esos hombres y mujeres del siglo XXI que parece tan alejado de aquella explanada congelada del Valle de los Caídos donde aún resuenan los sollozos de un teniente general, ¿serán conscientes de esa inmensa obra política, jurídica e ideológica a la que muchos ya empiezan a llamar la Transición? ¿O la desecharán llamándola rancia e insuficiente, como esos niños mimados que rechazan un plato de comida porque a ellos lo que les gusta es un buen postre vistoso y lleno de azúcar?
Mientras regresa en su coche al palacio de la Zarzuela, el nuevo Jefe del Estado continúa inmerso en sus pensamientos. La primera medida será poner a Fernández-Miranda al frente de las Cortes y del Consejo del Reino. Un pequeño peón avanzando posiciones en un tablero dominado por los que le exigen más mano dura para preservar la obra del Caudillo. Y más adelante... bueno, piensa el Rey; más adelante a lo mejor podrá quitarse del medio al presidente Arias Navarro, ese hombrecillo siniestro que tanto le desprecia, y poner a alguien nuevo. Quizás a aquel Adolfo Suárez que había sido director general de Televisión Española...
Antonio M. Beltrán
@antoniombeltran