10/07/2021

Las máscaras desenmascaran

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¡Vaya título! Pero estoy seguro de que cuando lo explique me vais a dar la razón. Una de las muchas cosas que hacen célebre a nuestra querida Águilas es el Carnaval, una fiesta que se iguala en jerarquía, y en belleza, y en elegancia, y en pasión, con los de Cádiz y Santa Cruz de Tenerife, pero que por desgracia no es conocido ni la décima parte de sus dos hermanos internacionales, quizás porque no somos capital de provincia o por vaya usted a saber. Muchos carnavaleños no pueden concebir un traje de Carnaval sin una máscara; unos anteojos de lentejuelas, unas gafas de tela, una careta con nariz y bigote, un despliegue de plumas y colores, incluso un maquillaje bien currado. Máscaras que quizás oculten nuestra identidad física, que no llegues a saber quién está debajo del traje, pero que nos ayudan a desarrollar con mayor energía nuestra identidad oculta, quiénes somos, a quiénes nos queremos parecer, cómo somos capaces de comportarnos cuando los demás no saben si somos Pepe, Juan o Juanita.

Este último año, el del virus chino, el de la sopa de murciélago, el del covid, el de Bill Gates, Miguel Bosé, los demás cuñadiformes, los apasionantes debates sobre si es mejor la Zéneca, la Pfizer o el 5G, este maldito último año con miles de muertos y miles de familias masacradas nos ha enmascarado a todos: hemos aprendido a diferenciar las mascarillas quirúrgicas, las de tela, las higiénicas, las FFP2... unos elementos que antes solo veíamos en los reportajes de ciclistas en la China contaminante y que nos han enseñado varias cosas; la primera, que todos tenemos unos ojos más bonitos que el promedio de la cara. Cuántas veces hemos admirado una mirada intrigante, seductora, en una persona que luego, al bajarse la mascarilla, nos ha hecho sorprendernos: llevas barba, en voz alta, o qué cara de idiota tienes, en la voz de nuestra mente.

Las mascarillas también nos han desenmascarado sacando a relucir lo peor y mejor de nosotros; nuestra verdadera personalidad. Este que os habla jamás podrá olvidar un día de abril, una cola a la puerta de un supermercado guardando las distancias, las manos enguantadas, un silencio lleno de aprensión... y de pronto una mujer mayor, una de mis alumnas de los cursos de Español para extranjeros, saltándose la cola para venir a mi lado, metiendo la mano en el bolso y sacando una modesta y maltrecha mascarilla de seda, la mascarilla más irregular y porosa del mundo. Y esa mujer diciéndome unas palabras en su español igual de poroso e irregular, palabras que quizás le había malenseñado yo:

–Profesor, mask para ti, yo hago cinco, yo, marido, hija, hijo, esta cinco es para ti.

Profesor: tras haber protegido a mi familia también te quiero proteger a ti.

Una mascarilla que no se paga con dinero.

Las mascarillas nos han enseñado lo marranos que pueden ser nuestros vecinos. Mascarillas –¡y guantes!– en medio del garaje, en el rellano de la escalera, junto al portal, al pie de las papeleras, en la arena de la playa, en el césped del parque y flotando en el mar. Algunos vecinos se han enmascarado para quitarse el disfraz de seres humanos y colgar cartelitos clandestinos en el ascensor. Querido enfermero, búscate un hotel; Vecina médica, eres un peligro para la comunidad. Otros, en cambio, se han desenmascarado para quedar como gentuza insolidaria, la cara destapada para disfrutar de un viento, un solecico, un aire fresco del que nos demás nos estábamos apartando para proteger a los demás. Paseando ufanos por el centro de la calle, resoplando al rebasarnos haciendo footing o yendo en bici, bajándosela para echarnos en la cara el humo del cigarrillo del que por supuesto no se iban a privar.

Hemos visto cómo las mascarillas reforzaban la identidad del enmascarado, esas banderitas y escudos que dicen que ahí debajo hay ganas de apalear a quien se atreva a ser diferente o a pensar de otra manera; otras banderas más abiertas, plurales y multicolores; el logo de tu empresa, el de tu equipo de fútbol, montajes espeluznantes con dientes, lenguas o bigotes que nos dicen que eres un friki de mil pares de narices, Star Wars cómo no... incluso una mañana gloriosa me crucé con un individuo que había imprimido sobre la mascarilla blanca su número de teléfono y una promesa o amenaza: Llámame si quieres verme mover la lengua.

El covid se está marchando –¡y si vuelve nos encontrará bien vacunados!–, y poco a poco las mascarillas van desapareciendo de nuestras vidas. Nuestras caras mapacheadas, graciosas y trágicas en nuestros pequeños que han sido los más disciplinados, vuelven a iluminarse cuando le dedicamos una sonrisa a aquel amigo con el que llevamos más de un año sin tomarnos una caña. Algunos debemos volver a aprender a bostezar tapándonos la boca con la mano, ahora que ya no hay una tela que nos vele. Los que además tenemos gafas le daremos a las orejas de elfo un pequeño alivio.

Estamos dejando atrás una época que jamás se borrará de los libros de historia, y que nos debe hacer pensar en la verdadera cara que hemos mostrado, y la que hemos visto, con alegría o decepción, en los demás.

Aguileños, aguileñas... ¡quitémonos las máscaras, que pronto será Carnaval!

 

Antonio Marcelo.

@AntonioM_Libros.

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