La llegada a la presidencia autonómica de Cataluña de un exaltado como Quim Torra está poniendo por fin los puntos sobre las íes a un proceso, el intento de imposición de las tesis independentistas sobre el conjunto de la sociedad, que llevaba muchas décadas tratando de colarse por la puerta trasera, como quien no quiere la cosa.
Hace veinte años viví una larga temporada en Barcelona, lo que desde luego no me convierte en ningún experto en temas catalanes, pero si sumamos los más de cuarenta que llevo siendo valenciano y lo que uno ha podido leer aquí y allá, acabo teniendo ciertos elementos para poder hacer un pequeño análisis sobre lo que está pasando por más de una cabecita independentista.
Veréis; para mí todo empezó con un partido de fútbol. A mí no me gustan los deportes ni para tirarles piedras, pero a finales del siglo pasado yo compartía piso con tres culés acérrimos, los tres provenientes de un pequeño rincón de los Pirineos y los tres convencidos de que la independencia era lo mejor que nos podía pasar a todos.
La semana antes de Navidad me invitaron a un partido de fútbol Cataluña-Nigeria, entre las selecciones «nacionales» de Cataluña y de Nigeria. Me pregunté cómo podía ser eso; luego me enteré de que otras regiones de España, como por ejemplo el País Vasco, solían jugar esa serie de encuentros que les servían al mismo tiempo para desentumecer las piernas y embotarse la mente soñando con que eran miembros de un Estado, un país equiparable a... Nigeria.
Me fui con mis compañeros de piso, y con otra media docena de amigotes, al Estadio de Montjuïc, donde iba a celebrarse el encuentro. Hoy en día le llaman «Estadi Lluís Companys», por el President fusilado por el franquismo, pero ya sabéis a cuál me refiero, al que está encima de un monte después de una serie de pabellones que, por cierto, desembocan en la plaza de España.
En contra de lo que pueda parecer, las gradas catalanistas no estaban llenas de esteladas; me estoy remontando a finales del siglo pasado, y en aquella época las esteladas aún las llevaban cuatro gatos. Y además la del triángulo azul que hoy se ha impuesto se consideraba de derechas, pues la de izquierdas tenía triángulo amarillo y estrella roja. Claro que el independentismo de hoy, no lo olvidemos, se ha nutrido en buena parte de los rebotados de Convergència i Unió, la coalición liderada por aquel Pujol que apoyaba sin complejos tanto a Felipe González como a Aznar.
Empezó el partido, como digo, y no sé quién ganó; pero recuerdo que al final un grupo de exaltados bajó al campo y empezó a colgarse de las porterías, a riesgo de romperlas; por lo que toda la grada, empezando por mis amigos, empezó a gritarles: «No són catalans! No són catalans!». Un grito que a mí en aquel momento me chirrió, y que he tardado veinte años en descifrar, porque, bien mirado, todos los que habían ido al estadio eran catalanes, menos un servidor que es valenciano y el pequeño grupo de nigerianos que pudiera haber ido a ver jugar a su selección, ésta sí, «nacional».
Han pasado veintitantos años de aquel momento que se me quedó grabado en la memoria. Las esteladas –por cierto, de «estel», estrella– ya no son una minoría sino que ensucian numerosos espacios públicos; y digo que ensucian porque son símbolos excluyentes, equivalentes a mi juicio a los emblemas del Ku Klux Klan que discriminaba a la gente por el color de su piel. Si ondeas una estelada le estás diciendo a tus vecinos que los quieres fuera del territorio común; pero si además eres un alcalde, un conseller o un funcionario público e izas esa bandera en los mástiles que son de todos, que nos representan a todos y que todos estamos pagando con nuestros impuestos, estás usurpando esos espacios públicos de la misma manera que si colgases la bandera del Barça, sólo porque tú lo eres, o la del Partido Popular. Nadie toleraría ver la bandera del puño y la rosa, o la bandera violeta de Podemos, en el mástil de un ayuntamiento, en vez de la bandera de España; pero son muchos los municipios donde se están izando banderas que excluyen a los demás. Una bandera del Barça no te dice que te largues del pueblo; la estelada, sí.
Si esto se ha tolerado ha sido por el llamado «supremacismo»: hasta hace unos meses, cuando yo hablaba por teléfono con mis amigos indepes, siempre eran ellos los que acababan sacando a relucir «el Procés». Mis amigos y yo hablamos una o dos veces al año, y no todos los años, por lo que a mí me parecía una pérdida de tiempo centrarnos en lo que nos separaba, y no en cuestiones más próximas a nosotros, pero siempre acabábamos con un diálogo semejante:
–Toni, Cataluña está dando un ejemplo de lucha por su libertad.
–Pep, en Cataluña y en el resto de España hay elecciones cada cuatro años...
–¡Para que las gane Mariano!
–Para que las gane el más votado.
–No, «això és diferent». Lo que estamos viviendo aquí es muy grande, no lo podéis entender desde fuera...
(Hombre, Pep, por esa regla de tres no podríamos hablar de la guerra en Palestina, ni del hambre en Somalia... ni siquiera de nuestra Guerra Civil, en la que afortunadamente no estuvimos).
Y luego, siempre, siempre, la guinda:
–Lo que ha pasado en Yugoslavia, aquí no pasará. Los catalanes somos gente civilizada. Europea. Una tierra de convivencia.
Entre el show del campo de fútbol y esta conversación, que fue real, han pasado veinte años. El tiempo que he tardado en darme cuenta de en qué consiste el supremacismo. Supremacismo: nosotros somos mejores que vosotros porque nos hemos criado en este territorio. Aquellos catalanes de Montjuïc expresaban muy claramente que los que rompían la portería no eran catalanes porque los catalanes no son así, los catalanes, a diferencia de otras etnias más primitivas como los nigerianos o los españoles, no rompen porterías. Por eso se desgañitaban advirtiendo a los hooligans de que si se portaban mal no podían formar parte de la élite civilizada, europea, cabal.
Y, claro... luego ha pasado lo que tenía que pasar. Los españoles no independentistas se han cansado de ser ninguneados, han recordado con razón que ellos son tan catalanes como los del Procés, y han salido a la calle. No sólo a defender sus símbolos, sino, lo más importante: a exigir que se cumpla la ley. Tú puedes defender que gane la Liga el Barça, pero no tienes derecho a decir que, de ahora en adelante, los goles de tu rival van a valer la mitad porque el equipo contrario es inferior a ti, o no está legitimado para meter goles porque es un equipo fascista.
En los últimos años, y como consecuencia de una serie de factores como el silencio acomplejado de los no nacionalistas, la barra libre a la hora de desarrollar las autonomías y los errores e incluso delitos de los partidos en el Gobierno de España, el independentismo se ha ido imponiendo; pero además se quiere imponer pasando por encima de las leyes, diciendo que esas leyes son ilegítimas, y por tanto no hay por qué acatarlas, porque se han aprobado «en Madrid» –obviando aposta que el Congreso, que elige al Gobierno, se nutre de parlamentarios de todas las autonomías–, o bien porque el Rey –que no redacta las leyes– es hijo de otro Rey que fue nombrado a su vez por el general Franco, obviando que desde la muerte del dictador hasta nuestros días ha habido al menos dos referéndums para ratificar la forma del Estado (1976 y 1978), catorce elecciones generales y un número similar de elecciones autonómicas, en cada autonomía.
Te dicen que la Constitución es hija de Franco, que las elecciones sucesivas han obtenido resultados ilegítimos fruto del miedo a los Tejeros, y te dicen además que al ser catalán tienes un plus de decencia, inteligencia y lucidez... y acabas convencido de que tienes la obligación moral de prescindir de las opiniones del vecino. Y todo –¡no lo olvidemos jamás!–, para levantar una frontera nueva, para quedarte dentro, aislado en tu jaula y cebándote a gusto mientras el español pasa hambre. Y lo peor es que, como están diciendo todos los analistas, eso ni siquiera sería así. Habría una Cataluña dividida, fuera de la Unión Europea por el veto agraviado a perpetuidad de los españoles: y ahí está Gibraltar, que muchos querrían tomar a la fuerza o bombardear tres siglos después, que no me dejará mentir.
Habría que analizar muy bien por qué el supremacismo ha logrado imponerse. Quizás durante muchas décadas ha habido complejo de reivindicar «lo español», que desde luego no es Franco y Paco Martínez Soria, al igual que la historia de Italia no se puede reducir a la mafia y Mussolini. Décadas enseñando a los niños en las aulas, y a los adultos en la radio y la televisión, que Cataluña fue un Estado invadido y oprimido, que Franco reprimió a los vascos y los catalanes –«¿Y quién me bombardeaba a mí en Madrid?», le espetó un día Haro Tecglen creo que a Xabier Arzalluz–... demasiados años ninguneando la Constitución, que desde luego no fue dictada por Franco en el lecho de muerte sino que, cuando se estudia un poco, resulta ser en muchos casos un calco de la republicana de 1931.
No sé si aún estamos a tiempo de convencer a los supremacistas de que ellos no descienden de la pata del Cid, o de Roger de Flor; no hay más sordo que el que no quiere oír. Pero, en todo caso, los supremacistas deben entender que están obligados a compartir su territorio con gente que no piensa como ellos, y que en democracia la mayoría manda. Nadie tiene derecho a saltarse las leyes para imponer su forma de pensamiento o su modelo de Estado; quien lo haga deberá ser respondido con toda la fuerza del Estado de Derecho, incluyendo la violencia proporcionada policial si no obedeces a la autoridad, o la prisión preventiva durante el tiempo imprescindible para que el juez instruya la causa contra ti.
Y si alguien dice que eso es fascismo... que exprese su queja las próximas elecciones. Las hay cada pocos años, y se puede votar cualquier cosa. Incluso a partidos que defienden acabar con nuestra democracia, algo que no sé en cuántos Estados del mundo se permite.
Antonio M. Beltrán
@antoniombeltran