El papa Francisco ha muerto hoy, 21 de abril de 2025 —Lunes de Pascua—, a eso de las siete y media de la mañana en su residencia de la Casa Santa Marta, en Roma.
Su muerte se ha producido a una edad avanzada —en el mes de diciembre habría cumplido 89 años—, a consecuencia de una crisis respiratoria que comenzó hace dos meses; una muerte hasta cierto punto predecible, como las de sus antecesores Benedicto XVI y Juan Pablo II, alejada de las sospechas —infundadas— del fallecimiento de Juan Pablo I, aquel hombrecillo ingenuo al que El Vaticano le abrumó tanto que se olvidó de tomarse su medicación cardíaca.
La muerte de un papa no es cualquier cosa; todos los hombres y mujeres somos iguales a los ojos de Dios, del que se dice que suele preferir a los humildes, pero la desaparición del 266 titular de la silla de san Pedro es una noticia que recorre el mundo entero, conmoviendo a los católicos e interesando a las personas que profesan otras religiones, o ninguna.
Me temo que hoy en día muchos de nosotros hemos perdido no ya la fe, sino la cultura religiosa, tan esencial en una sociedad occidental cuyas luces y sombras se encendieron, durante tantos siglos, desde Roma. Cuando murió Juan Pablo II, mi abuela, mi madre y yo estábamos en casa, viendo una película, y entonces mi abuela pidió que bajásemos el volumen, se quedó a la escucha unos segundos y afirmó tajante:
—Acaba de morir el papa. ¿No oís las campanas de la iglesia? Ahora mismo están tocando todas las campanas de la cristiandad.
Códigos que los más jóvenes, los no creyentes, los incultos, somos capaces de percibir.
Cuando murió Juan Pablo I, hubo que llamar enseguida a algunos sacerdotes y médicos varones porque la primera persona que se lo encontró, sentado leyendo en su cama, fue una monja, y cómo se iba a decir que se lo había encontrado en la cama una mujer. Entre santa y santo, pared de cal y canto, y ahí empezaron todos los enredos conspiranoicos sobre el final de Albino Luciani.
En los tiempos modernos, un médico de Roma habrá certificado la defunción del reverendo Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco, fallecido a los 88 años de edad por complicaciones respiratorias, fallo cardíaco o lo que el médico haya expresado de la manera más técnica posible. En otros tiempos el ritual era más majestuoso.
En primer lugar, tras escuchar el dictamen del médico todos los presentes en la cámara mortuoria se ponían de rodillas y empezaban a rezar por el alma de su hermano, el siervo de los siervos de Cristo.
A continuación llegaba a la habitación el cardenal camarlengo, el administrador de los bienes de la Santa Sede, que tendrá el poder durante el periodo de Sede Vacante, esto es, hasta que se elija a un nuevo papa. Llegará escoltado por la Guardia Pontificia, los suizos católicos y solteros que hacen el servicio militar en El Vaticano, herederos de los mercenarios del siglo xvi, se acercará majestuoso al lecho donde se encuentra el cuerpo y comenzará el ritual.
En otros tiempos, el cardenal habría sacado de entre sus ropajes un pequeño martillo de plata y le habría golpeado con él en la frente, con suavidad.
—Jorge... —su nombre secular, primera vez que se llama a un papa en nuestro idioma desde que en la Ciudad Eterna reinaban los Borja.
Segundo golpecito.
—Jorge... —si el anciano papa aún mantiene algo de consciencia, ese nombre le dirá mucho más que el Francisco que escogió en 2013 como homenaje al pobrecillo austero que hablaba con los animales y predicaba la hermandad.
Tercer golpecito.
—Jorge... —es el nombre con que le llamaba su madre allá en Buenos Aires, el nombre que decían sus compañeros de juego en aquellas calles estrechas y llenas de barro.
Pero le han dado tres golpecitos, le han llamado tres veces, y Jorge Mario Bergoglio no responde, así que el camarlengo se deja de dialectos modernos y recupera el latín eterno de la ciudad de Julio César y san Pablo:
—Vere Papa mortuus est.
«Verdaderamente, el papa está muerto».
Las malas lenguas dicen que antiguamente los golpes eran más contundentes, para evitar que el papa fuera enterrado con vida —aquel terror tan recurrente en los relatos de Edgar Allan Poe—; en cualquier caso, el ritual del martillo fue abolido por Juan XXIII.
Cuando se constata que el papa está muerto, se le saca del dedo el Anillo del Pescador, el recuerdo de que su deber es pescar y salvar almas, como hacía su antecesor con los peces del lago Tiberíades cuando se le acercó aquel hombre alto, barbudo, de mirada profunda, y le habló por primera vez. Una vez que los allí presentes comprueban que se trata del anillo auténtico, el camarlengo lo coloca encima de un pedazo de plomo y lo destruye con el mismo martillo, para impedir que nadie pueda falsificar ningún documento con él.
La tradición indicaba que los restos del anillo se llevaban al orfebre, que los fundía y elaboraba con ellos el anillo del siguiente pontífice, como símbolo de que los hombres se van, pero el papado permanece.
El año pasado, como todo hombre de edad avanzada, Francisco quiso dejar claras sus últimas voluntades; por ser quien era, no hubo suficiente con un testamento, ni con hablar con el zagal que viene a cobrar los muertos, sino que publicó un libro entero, titulado «Ordo Exsequiarum Romani Pontificis», esto es, organización de las exequias del Romano Pontífice.
Siguiendo la tendencia de los últimos papas, Francisco ha mantenido en el olvido algunos armatostes como la triple tiara —el tocado con forma de globo, del tamaño de una tinaja, que se usó durante cerca de mil años— o la silla gestatoria, con porteadores; también ha simplificado el trámite de su entierro.
Se da por supuesto que el papa ha de ser embalsamado, especialmente porque los ritos funerarios se van a extender durante cerca de una semana. Nadie quiere que se repita el esperpento del entierro de Pío XII, cuyo cadáver, preparado por un médico chapucero llamado Galeazzi-Lisi, empezó a rezumar una sustancia indescriptible a las pocas horas y estalló, literalmente, dentro del ataúd. Hay que decir que el médico perdió su licencia, porque además se había atrevido a venderle a la prensa fotos del cadáver del papa Pacelli.
En otros tiempos, los papas eran enterrados en un triple ataúd: primero, uno de ciprés; después, un sarcófago de plomo; y por último, un tercer féretro de madera noble.
El padre Apeles, aquel sacerdote mediático que perdió cierto prestigio por seguirle el juego a la prensa basura, pero que es un experto en Derecho y Teología, explica en uno de sus libros sobre las muertes papales el choque psicológico y para los sentidos que suponía ver entrar, en medio de los cardenales, los rezos de las monjas, el aroma a incienso y los llantos de los parientes del difunto pontífice, a una cuadrilla de obreros con sus monos y sus botazas, dispuestos a sellar el féretro de plomo con martillos y sopletes. Francisco ha reemplazado el triple ataúd por uno solo, de madera recubierto de zinc.
Como sabemos, además de ser el jefe de la Iglesia católica romana, el papa es el jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano; una herencia de los Estados Pontificios que gobernaron el tercio central de Italia desde los tiempos de los emperadores hasta la unificación forzosa hecha por Garibaldi allá por 1870. Y, como tal jefe del Estado, debe ser despedido por los demás reyes y presidentes del planeta, al menos por aquellos con los que la Iglesia tiene una relación especial.
Es de muy mala educación ir a una boda ajena vestida de blanco; también lo es, para las mujeres, vestir de blanco y no de negro cuando vas a visitar al papa. Sin embargo, si repasáis fotos de las reinas europeas con los papas, veréis que destacan varias mujeres con el vestido blanco. Y es que, desde hace siglos, las reinas de países católicos tienen el llamado «privilegio blanco»; esto es, presentarse ante los papas vistiendo también de blanco. Un privilegio que ha permitido, primero a la reina Sofía, luego a doña Letizia, vestir de blanco junto a los papas, como también pueden hacer las reinas de los belgas. Sin embargo, en esta ocasión las reinas vestirán el negro, en señal de luto.
Francisco dejó dispuesto que no quiere ser enterrado en la Basílica de San Pedro, donde hay cerca de doscientos de sus antecesores. La mayoría están en las grutas vaticanas, permitiendo que los visitantes den un verdadero paseo hacia atrás en el tiempo, desde Benedicto XVI (muerto en 2023) hasta el sepulcro del mismísimo san Pedro. Al exhumar a Juan XXIII se encontraron con que el cuerpo estaba incorrupto, de manera que lo subieron a interior del templo, para ser contemplado y venerado por los fieles; lo mismo se ha hecho con Juan Pablo II.
Sin embargo, Francisco se ha alejado de El Vaticano y ha elegido la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, un templo del siglo v, porque alberga una pintura de la Virgen a la que el papa Bergoglio era muy devoto. Después de muchas decenas de visitas para orar ante la imagen, un día descubrió un cuarto anexo al altar, donde en otros tiempos habían guardado algunos candelabros, y expresó su voluntad de transformarlo en su sepulcro. De ser cierta la tradición, el argentino habrá emplazado su última morada muy cerca del relicario que conserva algunos fragmentos de la cuna del mismísimo Niño Jesús.
Mientras por un lado se preparan los actos de despedida del último papa, la Iglesia ya ha puesto en marcha la maquinaria que habrá de elegir al próximo. No hay problema, es algo que se lleva haciendo cerca de 2.000 años. Todos los cardenales menores de ochenta años tienen un plazo para acudir a Roma, a elegir al sucesor de Pedro. En un momento dado recorrerán la basílica, con toda solemnidad, hasta llegar a la Capilla Sixtina, donde serán encerrados con llave: cum clave.
En una jornada normal, la sala está abarrotada de turistas que hacen cola y tratan de sacarse un buen selfie que abarque los frescos del Juicio Final de Miguel Ángel; sin embargo, estas no son jornadas normales. Un centenar y medio de personas, todos hombres, todos de una cierta edad, se sentarán en sus asientos teniendo a mano un bolígrafo y unos recortes de papel en los que tendrán que escribir el nombre del candidato a papa; una elección que se dice que está inspirada por el Espíritu Santo, aunque en cierta ocasión, cuando se escogió a Juan Pablo I, cierto cardenal afirmó que la paloma sagrada se había entretenido jugando con las demás palomas de la plaza de San Pedro.
De alguna de las salas cerradas al público se habrá trasladado una sencilla estufa barrigona; unos trabajos certeros, no precisamente con martillo de plata, habrán conectado una tubería hasta el techo de la capilla, y gracias a esa estufa los cardenales anunciarán, Urbi et Orbi, el resultado positivo o negativo de la elección. Si no han llegado a un acuerdo, el humo de las papeletas al ser quemadas saldrá negro; pero si han elegido a un nuevo papa, mezclarán el papel con paja húmeda, el humo saldrá blanco y entonces tendremos «fumata blanca».
Lo primero que le preguntan al nuevo papa es si acepta la elección; alguno ha habido que ha dicho que no. Si responde de manera afirmativa, le preguntarán cómo quiere ser llamado.
Angelo Roncalli optó por Juan, el número veintitrés; Giovanni Montini fue Pablo; Albino Luciani, temblando aún por la faena que le acababan de hacer, no tuvo ánimo más que para sumar los nombres de sus dos antecesores: Juan Pablo; un mes más tarde fue secundado por el polaco Karol Wojtyla. El alemán Joseph Ratzinger fue Benedicto XVI, Jorge Mario Begoglio fue Francisco, y el sucesor... en principio puede llamarse como quiera, dentro de la tradición y el sentido común. En los 2000 años de vida de la Iglesia, a nadie se le ha ocurrido repetir el nombre de Pedro, el fundador; también son impensables un Jesús, un Judas o un José, como el padre de Jesús. Hace algunos siglos, un impresentable quiso llamarse Formoso II, pero los cardenales le dijeron que se bajase del burro, que no era para tanto. Por el momento, entre los nombres más repetidos están Gregorio, Benedicto, Pío, Pablo o Juan. Veremos a ver.
Una vez que ha aceptado la elección y se ha impuesto el nombre con el que ya, en ese mismo momento, ha pasado a la historia, al nuevo papa le presentan tres sotanas blancas: el sastre vaticano no tiene el don de la profecía, de manera que no hay sotanas a medida. Hay una grande, una mediana y una pequeña, como los pijamas de los hospitales o los uniformes de los soldados. De esta manera, más o menos adecentado con hilvanes y alfileres, como le pasó al obeso Juan XXIII, el papa se pone el solideo, el gorrito blanco que —como indica su nombre— solo se quita ante Dios, y hace su primera aparición en el balcón que da a la plaza de San Pedro.
«Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam!», dice uno de los cardenales. Os anuncio con gran alegría que tenemos un nuevo papa.
Y la rueda bimilenaria vuelve a girar. La Santa Sede deja de estar vacante, y una vez más un hombre se convierte en referente para millones de personas en los cinco continentes. Con la responsabilidad de traer la paz a sus vidas y la tranquilidad a sus conciencias.
DEP Papa Francisco.
Antonio Marcelo